Una de las novedades presentadas en la feria Alimentaria, que se celebra estos días en Barcelona, no tiene nada que ver con los experimentos gastroquímicos del afamado Ferran Adrià. El engendro presentado es, probablemente y después del chupete, el mecanismo más sencillo de utilizar del mundo: una pajita.
Sin embargo, este inocente tubo plastificado que tiene como fin primero y último la succión de un líquido contenido en otro recipiente, guarda en su última versión una finalidad perversa que puede hacer estragos en un futuro. La pajita contiene unas partículas en su interior que añaden sabores y modifican por tanto el gusto original del líquido que asciende por ella. Objetivo: que el niño proteste menos cuando le obliguen a tomarse la leche por las mañanas.
La presentación en sociedad de inventos como éste no hacen más que convencernos de que la educación de los niños se plantea toda ella como un caramelo gigante, producto de una sociedad en la que nos hemos resignado a no explicar, a no preguntarnos, a no educar, sólo a obedecer y a caramelizar hasta el empalago aquello que no nos convence a priori. Para que los pequeños no den guerra, pongamos la televisión con dibujos animados a las siete de la mañana, regalémosles una Playstation en cuanto saben sumar dos y dos. Y ahora, rematemos la faena con la pajita mágica, para que los desayunos discurran plácidos y sin objeciones, en vez de ser el primer pilar de la educación alimentaria. No hay tiempo para educar, sólo para que traguen.
Que traguen y no protesten. La realidad, amarga en ocasiones, ácida en otras, se nos presenta siempre merengada desde bien pequeños. Es el milagro de la pajita mágica.
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